Rosa Araneda, voz de poetiza
Popular
Hubo una época en nuestro país en que la poesía popular[1], abundaba por las calles. Versos musicales de poemas en décimas, brindis, contrapuntos y hasta cuecas, eran memorizados y recitados una y otra vez para transmitir las noticias más relevantes del momento. De esta forma, los sectores marginados de la cultura letrada del país, podían enterarse tanto de los últimos eventos a nivel nacional, como de la muerte del viejo cantor del barrio o de lo acontecido en el último fusilamiento público. Y no tan sólo describir lo acontecido, sino también alzar la “voz” para defender un punto de vista y manifestar una opinión respecto a los hechos de contingencia y la particular situación social en que vivía el amplio sector popular de la población.
Alrededor de la segunda mitad del siglo XIX, como consecuencia de la migración campo-ciudad, la ciudad de Santiago comienza a ser testigo de la irrupción de esta poesía popular, que si bien corresponde a una práctica oral por naturaleza y tradición, comienza a escribirse -y por tanto a “existir” propiamente tal- en el período comprendido entre 1860 y 1930 bajo la forma de literatura de cordel.[2] Lira Popular es el nombre con que se conoció en nuestro país, título paródico inventado por el poeta Juan Bautista Peralta en referencia a la “poesía culta” de la revista
Con respecto a su proceso de producción y consumo,
Los pliegos de
Que la poesía popular de naturaleza oral, haya pasado a ser escrita, significó toda una revolución en el ámbito socio cultural de entonces, pues permitió que los sujetos silenciados por el discurso oficial de la elite oligárquica, pudiesen alzar la “voz”, que si bien no era escuchada por los articuladores de dicho discurso, al menos conseguía generar el diálogo y la comunicación entre los mismos integrantes de los sectores silenciados. Es muy poco probable que una única voz pudiese hacerse escuchar si está sola, pero si a ella se le acoplan más voces que refuerzan esa voz primera, la sumatoria de éstas integrarán un sonido mucho más potente y claro, y que probablemente, de esta manera, si logre hacerse escuchar. Es lo que ocurrió más adelante, avanzado el siglo XX, con la “cuestión social”: la clase dominante ya no podía seguir haciéndose la “sorda” frente a las manifestaciones de impotencia respecto a la situación de precariedad en que vivían tantos miles de chilenos en comparación al gran lujo de la oligarquía. Se genera un movimiento de toma conciencia con respecto a las carencias de la clase trabajadora que lucha por la posibilidad de su reivindicación. Probablemente el descontento frente al tema de injusticia social no se hubiese gatillado si los poetas populares del XIX se hubiesen mantenidos ajenos y pasivos a este proceso; por el contrario, ellos contribuyen activamente a difundir la voz del descontento a través de
Por otra parte, la escritura de estas poesías deja un importantísimo legado de fuentes materiales de carácter testimonial, abiertas a múltiples miradas y posibilidad de lecturas e interpretaciones. A través de sus pliegos, podemos recuperar las voces de los poeta antes marginados del campo literario chileno, rescatarlos para valorar la creación estética de sus composiciones, además de comprender de una forma más completa los modos de vida en que vivía un amplio sector de la población chilena de ese entonces; conocer su historia a través de su propia voz, sin intermediario de terceros, nos abrirá los ojos para observar cuánto hemos avanzado como sociedad, si es que realmente lo hemos hecho. ¿Acaso hemos acabado con la discriminación por clase en nuestro Chile actual? Creo que aún estamos muy lejos de ello. ¿De qué forma hoy en día se ejercen los discursos discriminatorios, cómo se vive la marginalidad social? ¿Existe una voz que materialice las concepciones de los sectores subalternos de la población? Son preguntas que hoy en día, a puertas del Bicentenario, se vuelven esenciales.
Volviendo al fenómeno de la poesía popular, en aquella época, muchos son los sujetos pertenecientes al mundo rural que deciden esperanzados partir a Santiago con el afán de hallar nuevas oportunidades de vida y trabajo. Sin embargo, la imagen idealizada de la ciudad se cae una vez que experimentan la hostilidad del medio capitalino. La nueva población rural no es para nada bien recibida por las clases sociales adineradas, quienes percibían a esta gran oleada campesina como una verdadera amenaza para el “orden” y las “buenas costumbres” de la gente “civilizada”. Este discurso elitista, que determinó por muchos años (¿y acaso hoy no lo hace?) la visión con que eran percibidos los sectores populares, puede ser la base del clasismo en Chile.
La oligarquía, como clase dominante, venía ejerciendo todo un sistema de poder -incluidos una serie de prejuicios que, como sostiene Michael Foucault en su texto El orden del discurso, ponían en marcha sistemas o procedimientos de exclusión que tienen por función conjurar los poderes y los peligros, con el fin de ejercer la dominación y el control de los acontecimientos[4]-. Este sistema de poder discusivo se transmitía espontáneamente a través de la interacción social por medio de la charla y el texto. Esta visión representaban a un sector no pequeño dentro de la sociedad chilena de entonces, cuyas prácticas discursivas circulaban en los principales espacios de transferencia cultural: instituciones educacionales, en la prensa escrita, reuniones sociales como las tertulias, salones de elite, etc. El fomento de este tipo de enunciaciones y prejuicios discriminatorios ha de incidir profundamente en el modo en que la idiosincrasia chilena se piensa a sí misma, y cómo los sectores sociales se relacionan entre sí. La distribución espacial clasista de Santiago, es fiel reflejo de ello. No olvidemos que el sector social oligárquico tenía a su cargo tanto la educación como la producción literaria escrita, espacios utilizados para transmitir su particular “doctrina” de contenido ideológico, político y sociocultural. De esta forma, tanto el discurso hablado como el escrito, iban adecuándose en favor de los intereses de la clase dominante, y esto porque “los discursos no son solamente formas de interacción o prácticas sociales, sino que también expresan y transmiten significados y pueden, por lo tanto, influenciar nuestras creencias sobre los inmigrantes o las minorías”[5]. De acuerdo a esto, se sostiene que “el discurso puede ser un tipo influyente de prácticas discriminatorias. Y las elites simbólicas, es decir las elite que literalmente tienen la palabra en la sociedad, así como sus instituciones y organizaciones son un ejemplo de los grupos implicados en abusos de poder o dominación”.[6]
Esta situación generará una característica que se irá acentuando con los años, y que hoy -transcurridos más de 100 años de aquel entonces- aún perdura. Se trata de la separación entre los barrios ricos y los pobres, una forma de exclusión, discriminación y marginalidad que lleva a los sectores populares a situarse en las afueras de la ciudad, en la periferia, reflejo de su calidad de marginados y su situación subalterna, expresados, ya sea en forma implícita o explícita, a través del discurso ejercido por la clase dominante.
Si para la elite, la palabra escrita al papel era la forma de ejercer el poder, el mundo tradicional, identificado con el campo y lo rural, se servía de la palabra hablada[7]. El canto y la poesía, los dichos y refranes populares, las adivinanzas y cuentos tradicionales, eran la forma de expresión del pueblo y el modo en que organizaba su conocimiento; a través de estas modalidades se transmitían los valores y la historia; la memoria social y oral de la comunidad estaba contenida en estas expresiones de la llamada cultura popular, que por el hecho de no estar escrita en un documento, no era del todo reconocida ni validada por la cultura letrada (alta cultura). La cultura popular, por tanto, y en especial su poesía, eran el puente de conexión con los fundamentos de la existencia. Los versos surgían en la cotidianeidad del día a día y en forma espontánea y natural, lo mismo que con los refranes, cuentos o adivinanzas; un modo bastante diferente a como la actual sociedad moderna se relaciona con el arte. A diferencia del mundo tradicional campesino, el ciudadano moderno debe de prepararse especialmente para experimentar lo “artístico”: se decide a compra un libro de poesía o una novela, se elige ir al museo, al teatro, al cine o la sala de concierto. No se trata de algo gratuito que circula en el ambiente; si quieres vivenciar el arte, tendrás que buscarlo, generar el espacio para su disfrute y, claro está, pagar por él.
Pero lo descrito anteriormente sufrirá considerables transformaciones una vez que el poeta campesino llega a la ciudad. Una serie de cambios alterarán su particular cultura y forma de vida, y que han de verse reflejados directamente en su creación poética.
Para la sociedad tradicional campesina, el “cantor-poeta”, no sólo era alguien que cantaba “bonito” para animar las fiestas, su labor era mucho más esencial: él era el guardián de los valores, aquel que constantemente reactualizaba los fundamentos y los principios de la vida campesina, asegurando la transmisión y el cultivo de su cultura para las nuevas generaciones. Los versos los creaba espontáneamente junto a quienes lo escuchaban, en un acto dinámico de creación conjunta que requería la presencia física tanto del poeta y como de sus auditores. Se producía lo que Durkheim llama “efervescencia colectiva”, un encuentro especial y significativo donde el grupo social reafirmaba su cohesión y unidad, en un contexto de ritualidad y respeto mutuo entre los participantes que celebran conjuntamente su pertenencia a la comunidad. Bauman hace referencia a la comunidad como un “círculo cálido” de un entendimiento compartido, “tácito” y “natural”[8] donde los miembros comparten una relación emocional y una implicación significativa en la vida de los otros. Pero para que ésta sea realmente una “comunidad verdadera”, en los términos de Bauman, ha de ser inconsciente, espontánea. “La comunidad de la que se habla (o más exactamente, una comunidad que habla de sí misma) es una contradicción en los términos… la comunidad sólo puede ser inconsciente,”[9] generada en forma inocente, natural.
En la ciudad, en cambio se vive algo completamente distinto. Las relaciones sociales que surgen, más que “comunidades” son “asociaciones”, “artefactos construidos”, o en el mejor de los casos “comunidades imaginadas”, “artificiales”, caracterizadas por relaciones distantes y frías, ajenas al sentimiento y la emoción; instrumentalizadas y concretadas por interés -en ellas impera el principio de asociatividad-. Esto no significa que no puedan darse relaciones comunitarias, emocionales e intensas, medianamente espontáneas y cercanas a lo generado en forma natural en la sociedad tradicional campesina.
Insertado en la ciudad, el poeta popular –acostumbrado a cantar frente a una comunidad conocedora de los grandes temas del arte poético campesino- se queda sólo, sin oyentes, totalmente desarraigado de su espacio comunitario. Experimenta lo que para Bauman es “la pérdida del paraíso”. En la ciudad, el poeta pasa tan sólo a ser un individuo más, común y corriente, insertado en un espacio ajeno, solitario y hostil, donde más que vivir, sobrevive. “La pluma llega a temblar/ al describir este drama”, escribe un poeta. De ahí entonces que anhela recuperar su comunidad, ese “paraíso perdido” recordado con nostalgia. Desde su particular posición de poeta, lucha contra la desintegración y desaparición de los valores y fundamentos de la vida campesina: comienza a escribir. Poco a poco los cantos y los acordes de guitarras van a ceder su espacio a la pluma, la tinta y el papel. Se impone la escritura como vía de transmisión para la poesía y todo el trasfondo cultural tradicional contenido en sus versos. Si bien el poeta ya no contaba en la ciudad con la comunidad de oyentes a quienes transmitir directamente, y en forma presencial, los fundamentos de la vida, él mismo se generará su propia comunidad, ya no de oyentes, sino de lectores.
Sin embargo, conforme transcurren los años,
Además del mundo tradicional y el ahora escrito, la poesía de la ciudad se ha de ver influenciada por la prensa escrita que con fuerza se comienza a situarse como importante medio de transmisión cultural. Los poetas entonces, ejercerán las funciones de la prensa escrita: se interesarán por informar, contar la verdad, transmitir el acontecer y ya no tanto transmitir la tradición cuya veracidad relevante aparecía sólo en el texto.
“Por último en lo que advierto/ Lector porque no te asombres
Voi a darte aquí los nombres/ Para que veas que es cierto.
Mas yo diré que ha sido/ Gran verdad lo relatado:
Esto se ha desarrollado/ En la vecina del Plata
Al fin señores yo cuento/ Todas las veces verdad
Porque en mi moralidad/ Ninguna cosa invento.”[10]
Al contar sucesos reales y contemporáneos el poeta poco a poco se va involucrando con ellos y toma partido, dando opiniones e interpelando al lector a favor de su causa. Hay un cambio en la forma de emplear el lenguaje. El poeta ya no recrea ni repite lo que otros le han enseñado, sino que va eligiendo sus propios temas a través de su particular estilo, reivindicando su autoría con la firma de sus propios versos. Aparece él mismo, su propia persona que opina y comenta lo narrado: “Tiembla la pluma al contar/ Tristeza me da al contar/Es tan terrible escena/ Que causó profunda pena/ Por todito aquel lugar”
Pese a las transformaciones,
Con respecto a la vida de los poetas que escribían para
Un profundo trabajo de investigación para adentrarse en la vida de algunos poetas populares es lo que viene realizando, desde los años 80, Micaela Navarrete, creadora y hoy actual directora de la colección existente en el Archivo de Tradición Oral de
Si nos preguntamos sobre la razón de la marginalidad que sufrió la poesía popular de
“Hay que plantearse, no cómo alguien llegó a ser quien es, sino cómo dadas su procedencia social y las propiedades socialmente constituidas de las que era tributario, pudo ocupar o producir las posiciones que un estado determinado que el campo ofrecía, y dar así una expresión de las tomas de posición que estaban inscritas en estado potencial en esas posiciones.” [12]
Para comprender el contexto literario de entonces, conviene considerar la labor política y a la vez cultural, que venían ejerciendo, desde el siglo XIX, los grandes intelectuales de las clases dominantes: parlamentarios, diplomáticos o administrativos, incursionaban en distintos géneros literarios. El periodismo fue su lugar favorito, pues permitía la satisfacción tanto de los intereses políticos como literarios. El escritor decimonónico no fue un profesional de la literatura, más bien la utilizaba como medio de expresión ideológica y política. Lo literario se ligaba a la construcción de la nación y a la moral, contexto en que el pueblo era un ente pasivo al que había que educar, combatiendo sus vicios y fomentando virtudes, además de configurarle sus referencias históricas para guiarlo hacia el progreso. Su capacidad creadora era ignorada y negada completamente por los intelectuales de elite.
Nada más lejos de estos ideales que la voz de
A pesar de esta visión excluyente, “hay una nueva voz que emerge, un personaje popular que busca una expresión propia en un contexto distinto y nuevo para él, como lo es la ciudad”.[13] Pero lamentablemente su voz es silenciada e ignorada por el medio cultural y los ecos que llegan de ella, fueron tergiversados e interferidos por voces basadas en discursos discriminatorios, que no necesariamente se ajustan a su contenido. Por esta razón se hace importante volver a esos versos como fuente primaria, teniendo en cuenta la posición desde dónde procede su discurso, su contexto histórico, político y social; y del mismo modo, identificar desde dónde leemos esos versos y sus voces. Es por ello que quisiera centrarme en Rosa Araneda, doblemente silenciada, puesto que se sitúa en un mundo doblemente relegado: por una parte pertenece al sector popular, marginado por el mundo ilustrado de la oligarquía; y por la otra, es una mujer, considerada débil e incapaz de ejercer el quehacer poético. Rosa atraviesa estas dificultades, se impone con fuerza y carácter, logrando hacer circular su escritura en un espacio sólo para los hombres.
Las mujeres en ese entonces cultivaban la lírica liviana a través del baile y el canto alegre acompañadas del arpa o la guitarra, es la cantora popular. Los hombres, en cambio, se dedicaban al canto épico herederos del romancero español, la lírica seria y didáctica, y el llamado contrapunto; lo hacen a través de una forma métrica, especial, la décima espinela acompañados del guitarrón chileno, su instrumento por excelencia. Hemos de recordar, que en el mundo popular, la fuerza de la tradición era ley de gran peso y respeto, por tanto, las actividades entre hombres y mujeres se cumplían según la tradición. Pero Rosa no se conforma con el canto alegre de mujeres, a ella la gustaba la poesía, el género de los hombres. Su decisión no fue un camino fácil, está fuera de lugar, no la aceptan los poetas, las mujeres la critican, el público parece ponerla en duda:
“Creo que no hay popular/ que no me dé un pellizcón”
Escribe Rosa Araneda entre sus versos.
“Vuelo le pido a las aves/ A las piedras resistencia/
Agua le pido a los mares/ Y a los pacientes paciencia”[14]
Para hacerse oír, la poetisa se afirma en la poesía misma acudiendo astutamente a la poesía de tradición oral (respaldo de la tradición); en sus versos emerge con fuerza el “contrapunto” (patrón masculino), “una forma de ejercicio del canto a lo poeta, que consiste en una contienda entre dos o más contrincantes que desarrollan versos completos, pie a pie, esto es, décima a décima cada uno, de tema preferentemente a lo humano”[15]. En el contrapunto se dan las disputas entre poetas se declara un verso de ataque al otro y éste contesta. Es una especie de juego de pregunta y respuesta. Se trata de una lucha por el talento poético de cada cual. El más talentoso ha de poner en práctica todo su ingenio y agudeza para dejar al otro sin palabras. El contrapunto permite que Rosa pueda enfrentarse, defenderse y hasta atacar, en su condición de poeta de igual a igual con quienes la desacreditan, con está técnica se gana el respeto y se afianza como poetiza, pues encubre la lucha de géneros, que es lo que está realmente en juego. De esta forma, su talante y temperamento le dan la fortaleza para poder responder cualquier desafío con gran firmeza y seguridad:
“La astronomía es mi encanto…También la literatura/ Si alguien me quiere vencer/ Tengo para componer/ Esa bella preciosura… Por la escritura sagrada / tengo espléndido briso/ El contestar de improviso/ A mí no me cuesta nada…” (Orellana, 108)
“Vengan aquí a mi presencia/ Poetas que tengan moral/ De sentido i memorial/ A hacerme competencia/ Pues yo, con mi inteligencia/ Al mejor hago turbar.”[16]
La pluma se percibe como una espada que ataca con furia pudiendo herir profundamente al contrincante: “Vuélvase mi pluma espada/ Para pagarle bien fuerte… Salgo al frente con mi pluma/ Defendiendo mi derecho.”[17] La espada de Rosa hubo de desplegarse siempre certera y precisa, ser dominada a la perfección en sus movimientos, pues el medio así lo requería. Sus versos resultantes ofrecen gran variedad de situaciones sociales, cuyo contenido se abre para interesantes reflexiones; toca temas como el afán noticioso de los textos en verso, la competencia, el egoísmo y la envidia entre los mismos poetas, el problema de la creación, la presencia de lo culto y de lo popular, el peso de la tradición versus la modernización. Habla sobre política, sobre las problemáticas sociales del momento, incluso trata temas de género como el papel y posición de la mujer en distintas situaciones de la sociedad; sobre su soledad e incomprensión, temas expresados a través del testimonio mismo de su escritura. Su voz emerge desde el espacio femenino, materializando en palabras el sentir de tantas mujeres silenciadas (no escuchadas) y apartadas del quehacer poético. Tratándose de un mundo y espacio exclusivo para hombres, Rosa tuvo que pasar por momentos amargos que requerían entereza y voluntad. A través de sus escritos, lucha por los derechos de la mujer, nos cuenta parte de su vida y de la relación tormentosa y violenta con su marido, el también poeta Daniel Meneses. Y si lo pensamos detenidamente, hoy en día, a más de cien años después de aquella época, nuestro país aún sigue con discriminación, femicidios y maltratos contra la mujer, algo un tanto paradójico, ya que simultáneamente contamos con una de ellas en el puesto del más alto cargo público y político, la presidenta Bachelet.
La obra de Rosa Araneda se vuelve testimonio de la voz femenina, que poco a poco comienza a hacerse un espacio en el campo literario chileno, pese a las dificultades de estar dominado por hombres. Gabriela Mistral, María Luisa Bombal, Martina Barros de Orrego, María Flora Yánez, Marta Vergara, son ejemplos de dicho cambio y del nuevo espacio que presenta el campo literario chileno al alcanzar la autonomía, que a su vez se traduce en un mecanismo natural de selección y promoción de los “valores literarios”. Los escritores podían medirse con sus pares, aumentar su valor y cotización, que en esas condiciones ya no dependía de la posición social ni de la influencia política, sino del propio talento y méritos literarios. Pero esto no es del todo cierto en el ámbito de la poesía popular, debido a su marginalidad. Aún así, se percibe la profesionalización de la escritura, la evidencia de que el campo literario ya era capaz de generar su propio capital específico y las prácticas de acumulación y beneficio. La competencia entre escritores nacionales los lleva a defender, a través de cierto ideologismo, un puesto en las posiciones hegemónicas del campo. [18] Cabe reflexionar si acaso la poesía popular de aquel entonces no conforma un propio subcampo dentro de la literatura chilena, con sus propias reglas y posiciones/disposiciones.
Si bien
BIBLIOGRAFÍA:
BAUMAN, ZYGMUNT. Comunidad: En busca de seguridad en un mundo hostil.Madrid: Siglo XXI, 2003.
BOURDIEU, PIERRE. Las reglas del arte. Barcelona: Anagrama, 1995.
CATALÁN, GONZALO. “Antecedentes sobre la transformación del campo literario en Chile entre 1890 y
FOUCAULT, MICHEL. El orden
ORELLANA, MARCELA. Lira popular (1860-1976: pueblo, poesía y ciudad en Chile. Santiago: Editorial Universidad de Santiago, 2005.
RAYMOND WILLIAMS. “La hegemonía” en Marxismo y Literatura, Buenos Aires: Editorial Península/Biblos, 1977.
VAN DIJK, TEUN A. “Discurso y racismo”. Octubre 2009. [http://www.discursos.org/oldarticles/Discurso%20y%20racismo.pdf]
[1] La poesía popular, cuenta con una antigua tradición cultivada en nuestro país desde el período de la conquista, tiempo en el cual los colonizadores, curas, soldados y aventureros trajeron la poesía juglaresca española escrita en décimas a nuestras tierras. Con la espada, la cruz, y el arado llegaron también los romances (corridas, logas), villancicos, jácaras, disparates, letrillas, glosas, seguidillas, y otros temas de la poesía tradicional a modo profano y religioso.
[2] El nombre de “literatura de cordel”, se refiere a una expresión cultivada con el romancero luso-español de
[3]
[7] Esto sólo en un comienzo y en el mundo rural, ya que una vez que iniciada la migración campo-ciudad, el mundo campesino insertado en la ciudad comenzará a escribir y expresar por escrito lo que antes expresaba en forma hablada, a través del canto en décimas y la poesía de tradición.
[11] Exposición, mesas redondas, música… a realizarse en
[12] Bourdieu: 319
[13] Orellana: 14
[18] Catalán: 131-132